Esta mañana desperté a las 06:48. Mi primera clase es casi siempre a las 06:50, así que mi subconsciente procesó que era hora de levantarse.
Venía de un sueño intranquilo en el que me recuerdo descendiendo la cuesta que me llevaba a mi casa de la infancia. A mi izquierda, había casas que no existían, pero que ahora seguramente están. A mi derecha, en el enorme baldío en el que mi abuelo me enseñó a andar en bicicleta, había una especie de bahía en la que los niños retozaban entre flotadores y charcas: había rocas entre el agua y árboles verdes, risas y gritos felices.
De pronto estaba acompañada de una de mis hermanas -Caro, quizás- y juntas nos dirigimos a un parque que es mezcla y sombra de todos los parques en los que he caminado alguna vez. Allí, una mujer vieja nos pidió ayuda para salvar a un perro callejero herido. Entre las tres lo atrapamos y llevamos a una veterinaria (que, por cierto, si existe y está cerca de mi actual casa), y luego de que el animal recibió auxilio, en agradecimiento, la mujer me dijo cómo y cuándo moriríamos mis hermanas y yo.
Entonces desperté.
Desperté angustiada, porque recordaba el destino de mis hermanas, pero no el mío. Y no deseaba recordarlo.
A mis trece o catorce años, estando hospitalizada por un ataque de asma particularmente virulento, mi pediatra de guardia se acercó a mí cuando mi abuela se había ido a comer y me dijo que si seguía así moriría antes de los veinte. Culpándome, como si yo controlara mi asma. Me recuerdo a la perfección aguantando la respiración hasta el día en que los cumplí, porque un médico -de mi confianza- me dijo que moriría. ¿Quién quiere saber eso? ¿Por qué querría saber cuándo y cómo morirían mis hermanas?
Le dije adormilada a Renato: "Me han dicho cómo y cuándo moriremos Caro, Lily y yo, pero no recuerdo lo mío". Él me acarició los cabellos y me hizo dormir de nuevo.
Al despertar, había olvidado todo, excepto el dolor y la dicha agridulce de haber visto otra vez el panorama de mi infancia.
No lo he visto en veinte años. No me gusta volver al pasado. Y el futuro, en definitiva, es un lugar al que no hay prisa en llegar. ¿Para qué? Sabemos cuál es el punto de arribo de este viaje. Lo interesante es el camino: con suerte, aprenderemos algo. Si la fortuna lo permite, encontraremos gente que nos ayudará a ser mejores.
Tener un atisbo de lo que será la travesía sólo la truncará y nos impedirá ver el paisaje. Sería como estar frente a las montañas y no verlas por contemplar una postal.