domingo, noviembre 28, 2021

Visitante inesperado

 Tío Anárbol me visitó en sueños. Viejo, como en los últimos tiempos que tuve la oportunidad de verlo. Sonriente y dicharachero, como lo recuerdo de toda la vida.

Estuvimos en su jardín, que ya no existe: sus hijas vendieron la casa y, por lo que sé, ahora es un estacionamiento. Amé ese jardín en mi infancia, y aún con cuarenta y tantos, visitarlo era una dicha agridulce. Antes era enorme, y poco a poco empequeñeció. Pero en mi nostalgia, es un jardín interminable e inconmensurable.

Sé que hablé con él, pero no recuerdo de qué. Te quiero, tío. ¿Me extrañas? ¿Extrañas a tus hijas? ¿A tus hermanos? ¿Vienes por papá?

A lo que sea que vengas, sé amable y gentil, como has sido siempre. 

Te quiero. Te extraño. Pero sobre todo, te quiero.

lunes, marzo 15, 2021

Sueños y vaticinios

Esta mañana desperté a las 06:48. Mi primera clase es casi siempre a las 06:50, así que mi subconsciente procesó que era hora de levantarse. 

Venía de un sueño intranquilo en el que me recuerdo descendiendo la cuesta que me llevaba a mi casa de la infancia. A mi izquierda, había casas que no existían, pero que ahora seguramente están. A mi derecha, en el enorme baldío en el que mi abuelo me enseñó a andar en bicicleta, había una especie de bahía en la que los niños retozaban entre flotadores y charcas: había rocas entre el agua y árboles verdes, risas y gritos felices. 

De pronto estaba acompañada de una de mis hermanas -Caro, quizás- y juntas nos dirigimos a un parque que es mezcla y sombra de todos los parques en los que he caminado alguna vez. Allí, una mujer vieja nos pidió ayuda para salvar a un perro callejero herido. Entre las tres lo atrapamos y llevamos a una veterinaria (que, por cierto, si existe y está cerca de mi actual casa), y luego de que el animal recibió auxilio, en agradecimiento, la mujer me dijo cómo y cuándo moriríamos mis hermanas y yo. 

Entonces desperté.

Desperté angustiada, porque recordaba el destino de mis hermanas, pero no el mío. Y no deseaba recordarlo.

A mis trece o catorce años, estando hospitalizada por un ataque de asma particularmente virulento, mi pediatra de guardia se acercó a mí cuando mi abuela se había ido a comer y me dijo que si seguía así moriría antes de los veinte. Culpándome, como si yo controlara mi asma. Me recuerdo a la perfección aguantando la respiración hasta el día en que los cumplí, porque un médico -de mi confianza- me dijo que moriría. ¿Quién quiere saber eso? ¿Por qué querría saber cuándo y cómo morirían mis hermanas?

Le dije adormilada a Renato: "Me han dicho cómo y cuándo moriremos Caro, Lily y yo, pero no recuerdo lo mío". Él me acarició los cabellos y me hizo dormir de nuevo.

Al despertar, había olvidado todo, excepto el dolor y la dicha agridulce de haber visto otra vez el panorama de mi infancia.

No lo he visto en veinte años. No me gusta volver al pasado. Y el futuro, en definitiva, es un lugar al que no hay prisa en llegar. ¿Para qué? Sabemos cuál es el punto de arribo de este viaje. Lo interesante es el camino: con suerte, aprenderemos algo. Si la fortuna lo permite, encontraremos gente que nos ayudará a ser mejores. 

Tener un atisbo de lo que será la travesía sólo la truncará y nos impedirá ver el paisaje. Sería como estar frente a las montañas y no verlas por contemplar una postal.