viernes, noviembre 24, 2006

Ahi vienen los moridos


El caballero y la Muerte
por Yasmín Santiago
“El de Negro baila en la playa”Det Sjunde Inseglet

La figura destaca en la playa a la luz del amanecer. Es un hombre. Alto. Erguido. Delgado. Envuelto de la cabeza a los pies en ropajes negros. Los ojos profundos, como el vacío. El rostro libre de pasiones. Inexpresivo. Inescrutable.


Verlo así de frente, al alcance de la mano, no es una cuestión que tranquilice el ánimo. No es una abstracción, no es una imagen fruto de las ideas de los hombres. Ya no hay lugar a dudas: la muerte existe, y ha llegado por ti. Y el hecho de que tenga la apariencia de semejante tuyo no la hace más tratable: puedes preguntarle cosas, puedes pedirle respuestas, pero no tiene nada que darte, nada que decirte, excepto que tu tiempo ha llegado a su fin y es necesario –e inevitable- seguirla.


Cuando Antonius Block se encuentra con la Muerte en la playa no acepta con resignación el fin de su tiempo. A pesar de ser un caballero, de haber luchado por la fe, defendiendo la idea de que Dios existe y protege al hombre, tiene miedo de morir. Ante la perspectiva de abandonar el mundo conocido, ya no es tan clara la certeza de que exista Dios y haya una recompensa después. Quizás ni siquiera sea necesario que exista tal recompensa; la mínima seguridad de que el rostro de la Muerte no es lo último que verá, que del otro lado hay algo, lo consolaría.

El caballero juega ajedrez con la Muerte. Quiere ganar tiempo. Pretende escabullirse, aunque sabe que no es posible. La escena, en blanco y negro, es muy bella: el amanecer, la playa, las olas rompiendo contra las rocas, las gaviotas volando. El mundo sigue un curso imperturbable, mientras el hombre trata de negociar con la Muerte, frente al tablero, la extensión de sus días. Como el caballero, los demás personajes de “El séptimo sello” (“Det Sjunde Inseglet”, Ingmar Bergman, 1956) están espantados por la muerte. Es la Edad Media y la peste negra está asolando Suecia. Todos, justos y malvados, se enfrentan a la posibilidad de morir entre sufrimientos horribles y abandonados a su suerte, porque la gente, temerosa del contagio, huye de los apestados.


La peste anuncia el fin del mundo. Ensombrece la atmósfera con un tinte fatalista: nos estamos muriendo, en las peores condiciones posibles, sin dignidad ni consuelo. Es lo que el penitente pregona a su llegada al pueblo, señalando con el dedo a sus oyentes. Tú, mujer embarazada, morirás mañana, y tú, hombre que hoy gozas de tus vicios, mañana o pasado, o después, morirás con un gesto ridículo en el rostro, porque la muerte dejará al descubierto tu fealdad. Es el fin del mundo familiar, y el que viene después, por su inhumanidad, es incomprensible y espantoso.
Jons, el escudero de Block, no tiene preguntas que hacer ni respuestas que dar, pero no le importa. Nos basta con oírlo cantar para saberlo. “Arriba está el Señor, está tan lejos, pero a tu hermano Satanás lo encontrarás en cada calle”. ¿Tienes que cantar? replica el caballero. No, responde el escudero, y se calla. Block y Jons recorren el camino juntos, aunque de distinta manera. Block sumido en sus angustiosas reflexiones sobre Dios y la muerte; Jons con la atención fija en lo inmediato. Como don Quijote y Sancho, el escudero intenta traer al caballero al mundo de lo tangible, sin conseguirlo.


La muerte gana la partida. El caballero, satisfecho de haberle arrebatado a la Muerte los días que duró el juego, sigue su camino. Sabe que esa será la última noche de su vida. Junto con su esposa y sus amigos, el caballero morirá al amanecer, rezando, pidiendo clemencia, mientras Jons intenta disuadirlo para que saboree los últimos instantes de su existencia, para que “sienta el tremendo triunfo de poder mover los ojos y mover los dedos de los pies”, porque lo espera el vacío.


Al final, ya no hay angustia, ya no hay dolor, ya no hay cinismo. La Muerte y sus elegidos se alejan danzando por el horizonte, hacia los confines del mundo. “¿Quién es aquel que sea tan gran hombre que pueda vivir sin morir y de la muerte que todo mata pueda su alma escapar?” pregunta la Muerte a un caballero en “La danza de la muerte” de Hans Holbein. Nadie. El hombre debe morir. Niño o anciano. Rico o pobre. Sacerdote o ladrón. Príncipe o soldado. Madre o meretriz. Al final, todos estamos destinados a bailar su danza.
*Publicado en Sonitus Noctis Núm. 4 Agosto de 2004 www.sonitusnoctis.com

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